Blogia
La Noticia Digital

EL MITO DEL ESTADO LAICO ACONFESIONAL (Javier de Echegaray)

EL MITO DEL ESTADO LAICO ACONFESIONAL (Javier de Echegaray) No es laico, que es profundamente anticristiano, que odia con furibundia de bestia inmunda a la Santa Religión Católica, a su doctrina, a su obra civilizadora de 20 siglos.
No es aconfesional, que confiesa con descaro doctrinas krausistas, darwinistas, marxistas y cualesquiera otras que tengan arraigo en el destartalado y tanto tiempo ha vencido gnosticismo; que acepta y adopta dogmas mucho más estrictos, más autoritarios y tiránicos que la simple y sencilla doctrina cristiana, impulsora de la civilización más justa, más pura, más acabada y más perfecta que han visto los siglos desde que el hombre ocupa y enseñorea la Tierra.
No es democrático, que solo utiliza al pueblo, débil y desnortado agrupándolo en masas moldeables a través de doctrinas idiotas presentadas como la quintaesencia de la modernidad intelectual, para moverlas a su gusto y entramparlas en sanguinarias revoluciones de las que solo se pretende el aniquilamiento de una civilización, la criminal desaparición de numerosos sectores de la humanidad.
Solo le mueve el odio a la Religión (y no la apostillo porque solo la fe católica es la única Religión, que todo lo demás son meras filosofías, sistemas de pensamiento y hacemos parco servicio a nuestra fe tratándolas como iguales); y bajo la falaz concha del laicismo, de la aconfesionalidad, de la manida separación de la Iglesia y el Estado, solo se esconde, ladino, ese odio irrefrenable a nuestra fe; apenas si se adorna con las galas mendaces de tesis mil veces arruinadas que se nos presentan con atributos de religión y que no son más que otros tantos intentos de subvertir ese modelo único e inigualable que dio cultura, luz, veracidad y progreso (auténtico) al ser humano.
Se carga con sus más negros tintes cuando se aplica a Iberia, solo porque Iberia es la última unidad mediterránea que forjó su imperio en defensa y expansión de nuestro Santo Credo (aquel mismo que se formuló en Nicea y que sigue tan vivo como en su primer momento); y que asumió esa labor como único Destino de su ser, con calado eterno que trasciende a lo universal, traspasando los tiempos y los territorios, acaparando el área de la Creación entera.
Porque solo Iberia abomina de sus ininterrumpidos y siempre fracasados intentos de demolición de la civilización que creó la doctrina del cristianismo; y solo Iberia ha conseguido vencer, en desigual batalla, sus conatos.
Durante los tres últimos siglos, la machacona insistencia de sus intentos ha sido respondida con decisión por nuestro pueblo en cualesquiera circunstancias, incluso cuando previamente lo han decapitado mediante la traición felona de un rey que entrega la corona al extranjero hijo de la revolución francesa; o cuando han implantado en nuestro suelo las doctrinas, disimuladas más o menos, de su democracia y nos han puesto en manos de nuestros enemigos, al albur de sus traiciones inexcusables.
En estos tres siglos, han conseguido la expulsión de los Jesuitas, el instituto más digno, inteligente y eficaz de cuantos han surgido de la Iglesia, solo porque se formó con el designio fundamental de luchar contra sus falacias y contra las desviaciones que infiltran en las masas; han conseguido que todo un Papa de la Iglesia Católica firmase la disolución de esa misma Orden mientras comentaba que aquella firma condenaba su alma; han arruinado para siempre el único tribunal que consiguió con su firmeza evitar tanta desgracia para la humanidad; han llevado a cabo el mayor expolio de la Historia apoderándose con artes de ratero barriobajero de los bienes que el pueblo, durante siglos, había puesto a disposición de la Iglesia a mayor gloria de Dios y que, por tanto, tenían carácter de sagrados, o quemándolos cuando no han podido robarlos, borrando así las mejores obras de arte que jamás el ingenio humano alumbró y cambiándolas por mamarrachadas infantiles y torpes, sin arte ni gracia, a las que llaman arte tan solo porque sus marchantes internacionales han pagado sumas significativamente altas por ellas; han llegado a proclamar, con el apresuramiento y la improvisación del torpe, que España había dejado de ser católica, en boca de ese imbécil, blandengue y maleable Azaña cuyas indecisiones cavaron su propio infortunio, abandonado de sus corifeos tan traidores como él mismo; han asesinado a mansalva sacerdotes, vírgenes entregadas a Dios, Obispos y Cardenales, simples creyentes, en racias que llegaron al más alto de sus clímax cuando un puñado de maleantes exterminó en el término de dos o tres meses a 12.000 cristianos por el mero hecho de serlo, ante la mirada complacida del poder político o promocionado por él mismo. Machacan con su incerebral cerrilismo iterante a este Imperio que aún hoy forma el último baluarte, rayo de esperanza, para una humanidad desasistida, a punto de fenecer por los siglos; manchan cuanto tocan y convierten a la sociedad en una nueva Sodoma delirante y sucia en la que vale cuanto degrada al ser humano y sus instituciones más preciosas y destruye nuestras más caras y altas instituciones.
¿Por qué tanto encono y tanta concentración en nuestra Patria, cuando vemos que en otros parques en los que se inyecta el veneno de la democracia, no se exige con virulencia tan inusitada ese laicismo, esa aconfesionalidad y esa mustia separación de Iglesia y de Estado?
Ni aún en la Gran Bretaña, solar en que se inventa la tramoya y artificio del sistema, encontramos remedos de tanta mala fe en esta lucha. Yo os diré por qué:
Aún la corona es allí jefatura de la iglesia Anglicana y parece que eso no molesta para nada a la democracia, a pesar de lo que ésta impone al resto del mundo como ejemplo paradigmático de todas ellas. Está claro que lo decretado para los demás países democráticos acerca de esta separación, no manda para nada en la ejemplar Inglaterra; que a nadie molesta que allí no se cumplan los requisitos de una separación evidente entre ambas fuerzas. Cabe preguntarnos a renglón seguido las razones de esta distinción que hace que no sea combatido allí lo que la democracia persigue a fuego en Francia, en Alemania, en los propios Estados Unidos. Y no necesitamos ser muy agudos para encontrar la respuesta: la Iglesia Anglicana no estorba para nada los designios del poder oculto que es quien imparte las normas de obligado cumplimiento de la democracia. La victoria de los ocultistas sobre la Iglesia Católica en Inglaterra se consumó hace ya muchos años, cuando la camarilla de consejeros (todos ellos sionistas) de un gran imbécil como lo fue Enrique VIII, aprovecharon sus veleidades sexuales que le llamaban al lecho de Ana Bolena (astuta dama de Catalina de Aragón que supo atraer las aficiones sensuales del Rey y se negó después en rotundo a transigir con ellas si no fuese por ocupación del tálamo nupcial) y ante la lógica oposición de Roma a conceder una nulidad que no tenía apoyatura alguna en el Derecho Canónico. Aprovechó, digo, para proponerle la separación de la Iglesia Católica y la constitución de su propia iglesia en la que el monarca de turno sería jefe nato de la misma: pudiendo entonces manejarse a su antojo y separándose así “legalmente” (entre comillas porque es mero subterfugio ajeno a la moral natural y, por supuesto, a las normas de la Iglesia) de su esposa, con lo que conseguía sus libidinosas pretensiones de yacer con la barragana que, muy a pesar de todo, no cambiaría su calificación moral íntima. Al baboso le gustó la jugada; y pronto se le pusieron a disposición las constituciones de una nueva iglesia que denominaron astutamente Anglicana (nadie es capaz de pretender que el imbécil fuese capaz de formular todo un credo y una constitución pseudoteológica), consumando así la separación de la obediencia a Roma, propósito indiscutible de sus corifeos. La cosa es más complicada y tiene connotaciones más extremas: como resulta lógico, los certeros, sibilinos y ocultos constructores de la nueva religión, se instalan en las propuestas del protestantismo (de muy superior calado que el que hoy se le concede en muchos aspectos pero, en lo que respecta a nuestro discurso, el de haber sido cuna de nacimiento de las modernas tendencias materialistas que dejan camino libre a la expansión de políticas economicistas y hedonistas, permitiendo la entrada y el asedio al que hoy estamos sometidos los países de occidente). La camarilla se afianza de tal modo en el favor continuado de la corona inglesa, que proceden a concentrar la mayor parte del pueblo judío en sus territorios y que se construye el primer punto de expansión del sionismo en el mundo (algún día trataré este importante aspecto del Reino Unido). ¿Qué importa, a partir de estos postulados, que una corona directamente controlada por el poder soterrado del sionismo, vaya pareja y asociada con una iglesia creada a medida de las necesidades de Sión e instrumento seguro de la defensa de sus planteamientos fundamentales? La desvinculación de Roma se ha consumado y cualquier otra doctrina es incapaz de estorbar el avance de los encubiertos asaltantes. No es allí, por tanto, donde debe de librarse batalla contra los efectos vivíficos que la Iglesia Católica pueda infundir a la política de cada país sino, bien al contrario, la ayuda que el sionismo recibe de su subsistencia es del todo acorde con sus pretensiones. Por lo que ahí tenemos, al pueblo inventor de la democracia e impulsor de las constituciones que obligan por encima de cualquier otra norma a la maliciosa separación, al laicismo atrabiliario, haciendo gala de no aplicarse el dogma como ejemplo.
El resto de las democracias (Francia, Alemania, Estados Unidos) sí acogen en sus normas la necesaria independencia de los poderes político y religioso; pero son preceptos descafeinados, carentes siempre de la obstinación y el encono con que se ha tratado este aspecto en la carta democrática en España.
Ninguno de los pueblos que han abrazado sistemas democráticos representan un peligro tan visible e inmediato sobre las pretensiones del sionismo: la vieja y gastada Francia, adormecida ya durante dos siglos largos con el opio de una Revolución infame y asesina, no tiene necesidad de más requisitos para cumplir los objetivos sionistas que los de la separación de Iglesia y Estado, no vaya a ser que un gobierno que acatase las normas de la Iglesia Católica (solo pensarlo da risa: ¿os imagináis al gran mallete del Gran Oriente francés adaptándose a las instrucciones de Roma?) diera al traste con una labor completa y terminada. En cuanto a Alemania, aún habiendo sido dominada por el sionismo en lo material y en lo intelectual, ha puesto de manifiesto que cualquier descuido les puede llevar a medio descubrir los arteros manejos de una invasión silenciosa y oculta y a revelarse contra ella. Pero el problema que plantea Alemania es de orden muy diverso. Su metodismo teutónico que en muchos aspectos no es más que cabezonería cerril y que tan útil les ha sido para determinados sectores de la actividad humana, les impide reconocer e identificar los arcanos del destino político de los pueblos. Y, por supuesto, tampoco del suyo propio (tal vez sea que no lo tengan y que solo se guíen por utilidades técnicas). Lo cual les lleva, irremediablemente, a la confusión. En efecto, en su última y desesperada lucha contra la opresión a que estaban siendo sometidos por parásitos infiltrados que habían hecho presa en sus fuentes económicas, en sus medios de producción, en sus circuitos comerciales y les asfixiaban con sus manejos y sus usuras, cometen nada más y nada menos que el más grave error: el abrazar una tesis racista contra las tesis racistas de sus encriptados invasores. Con la diferencia de que el racismo que subyace en los planteamientos sionistas es universal y muy elaborado, de muy amplio espectro temporal; y el racismo que abrazan los teutones como reacción, es pequeñito, de vía estrecha, de reducidas miras locales. Cuando dos tesis se enfrentan y ninguna de las dos es portadora de la Verdad Absoluta, la que es más completa es la que vence. Luego era inexorablemente previsible la ruina de la nación alemana. En este caso, insisto, para el sionismo carecen de importancia ideológica los planteamientos de Alemania: un país que dio nacimiento a las tesis protestantes, que ha sido cuna y campo de cultivo de toda filosofía del Anticristo, que toma por racionalismo una cosa que está muy lejos de la razón, no debe de ser combatido con las armas de persecuciones religiosas. Los ataques se centran allí fundamentalmente en la corrupción del pueblo (en especial de la juventud) y en la prevención del renacimiento de nacionalismos exarcebados y fanáticos que les lleven a nuevas ansias expansionistas. Y es la política que se ha llevado a efecto con ese desdichado pueblo. La rematan poniendo a la cabeza de cualquier resurgimiento nazi agentes que lo inutilizarán en el momento más crítico. O provocando ellos mismos esos resurgimientos para atraer a un corral vencido de antemano a la clientela política que aún es capaz de no sentirse avergonzada por su historia.. No tiene mayor importancia la oposición a los posibles efectos de una recaída en la obediencia católica.
Los Estados Unidos forman un cuerpo amorfo, muñeco de paja elaborado a la medida de las aspiraciones sionistas cuando el sionismo decidió trasladar su capitalidad a la Nueva York de esa gran muralla que es Wall Street. La proliferación de capillitas de distinto credo protestante y el fraccionamiento de los cultos en un mosaico multidisciplinar, resta importancia a la lucha contra la Iglesia Católica y mantiene los fines del poder mundial sin mayores distracciones. Cuando alguna vez ha surgido un peligro de expansión del catolicismo, se ha solapado mediante el asesinato directo y aún con la caradura de explicaciones apresuradas y someras que han formado un cuento que ni aún los niños tragarían.
¿Por qué, entonces, en las constituciones que dictan para España y en los esfuerzos no constitucionales, se acerba hasta extremos de paroxismo el anticatolicismo? Algunos de mis lectores (si es que los tengo, que jamás presumiré de que existan y menos con el rango de habitualidad) podrá recordar que en un artículo a propósito de los dicterios del tal Borrell y su arremetida contra el Santo Tribunal de la Inquisición (creo recordar que el artículo se intitulaba “La Respuesta de España”) di a conocer un texto masónico (mencionaba el lugar en que podía ser examinado) en el que después del desmantelamiento del Tribunal se daban órdenes muy concretas en 1.823 y 1.825 para que, por todos los medios que fuesen necesarios y por muy costosos que éstos fueran, se evitase de cualquier manera el restablecimiento del dicho Tribunal: y confesaban los mandilones que emitían tales órdenes que “sólo una institución como esa podría acabar en tres meses con la labor que habían desarrollado las logias durante noventa años”.
He aquí la médula del problema: Una España dirigida y auspiciada moralmente por la Iglesia Católica sería imposible de desmantelar por los planteamientos del sionismo. En España no basta con que se consiga la separación del Estado y la Iglesia: las experiencias de acción sobre nuestro pueblo les han convencido finalmente de que esa separación no tiene efectos graves sobre nuestro pueblo: porque por muy controlado que tengan el poder, por mucho que lo inunden de traidores masones y de sionistas disfrazados, el pueblo sigue fiel a su fe católica y desconfía de poderes que le llevan a la ruina moral y material. Consiente tales gobiernos si no le queda más remedio: pero se pone de espaldas a ellos y sigue obedeciendo fielmente las instrucciones que emanan del púlpito. De nada les vale el gigantesco esfuerzo que han tenido que aplicar, los enormes dispendios que han debido realizar, el costo de la compra de tantas voluntades débiles, porque al final triunfan las esencias del pueblo español y acabamos expulsándolos de los sitiales que tan inicuamente han ocupado. Pueden seguir matando desvergonzadamente católicos en España (curas, monjas, jerarquías, simple creyentes que rehúsan renegar de sus fe): se transformarán en nuevos ejemplos para el resto del mundo y su sangre será semilla que dará nueva fuerza al árbol inagotable de la fe en Cristo Dios: como han podido ver con las multitudinarias canonizaciones que S.S. Juan Pablo II ha hecho de mártires de las hordas rojas durante la República y la consecuente Guerra.
Sólo se me puede preguntar por qué en esta ocasión, en la constitución del 78 no se refleja un odio tan mortal como en las anteriores a la Iglesia y a sus instituciones. Es fácil: ni lo permitían las circunstancias ni era aconsejable con la coexistencia de experiencias históricas recientes que aún estaban en la memoria de la inmensa mayoría. Pero tiene el mismo poso y ahora empiezan los devaneos de una persecución de mayor encono que nos llevará a las mismas. Ninguna otra cosa pretende el diálogo político continuado al que asistimos en cuanto a los cambios en la Constitución: secesionismo y esa pretendida “laicidad” más torpe y exacerbada que hasta ahora son su norte y sus guías.
Sí hemos de advertir, como guía de viaje de los débiles, que las cosas vienen peor dadas en esta avalancha: las enseñanzas que recaudan en cada una de sus derrotas les hacen rectificar y atacar con nuevos trucos. Y el peor de ellos es el de la infiltración. Han calado con fuerza en sectores importantes de la Iglesia Católica las mentiras de una necesarias disyunción de ambos poderes; en unos casos por ignorancia y por convicción de la propaganda enemiga; en otros, por la infiltración de ideas laicas y vitalistas (en el sentido de su contenido económico) que vienen de la mano de doctrinas como la “Teología de la Liberación”. Y hora es ya de que empecemos a desmontar esas farsas que parecen haber tomado carta de naturaleza entre nosotros. La fuerza insistente de una censura inmisericorde sobre el pensamiento moderno y sobre los medios de comunicación se adueña hasta de nuestra ideología y llega a transformar en verdades proposiciones que son falsas y torticeras desde sus inicios y que han sido ya combatidas con fuerza y eficacia desde nuestra limpia patrística. Pero el enemigo es contumaz y, acaso falto de mayor inteligencia para idear nuevas patrañas, vuelve sin descanso sobre las mismas que ya hace más de 20 siglos expuso.
Nosotros entendemos que un Estado, que es el encargado de hacer la política de una Nación, no puede caminar a ciegas en el terreno de la moral y de la ética. Es fundamental que un credo ético y moral informe los límites de sus normas, de su legislación, de su justicia y de todos sus planteamientos, incluso de las formas de llevarlos a cabo. Y que esté siempre iluminado por la fuerza de su destino histórico, único al que debe de atender en su desarrollo. De lo contrario vivimos en la barbarie y sometemos a los pueblos al capricho, este sí tiránico, de quienes tienen en su mano la decisión de los poderes que conforman el Estado. Hasta los pueblos más primitivos tenían sus códigos religiosos a los que se plegaban todas las decisiones del poder; y sus sacerdotes, o magos, o arúspices, o lo que fuesen en cada escala de la civilización, informaban a los poderes públicos de la moralidad de sus actos. No parece que sea conciliable con esa tendencia universal que ahora vengan a despegarnos, a arrancarnos de nuestras convicciones morales y pretendan que puede campar por sus fueros el poder político sin sujeción ninguna a la norma moral. Y esto pasa y se repite en todos los pueblos de la Tierra que abrazan como sistema político la democracia: quieren actuar a su manera, fuera de cualquier planteamiento moral o de justicia; y como no pueden dictar las normas que les permitiesen esa marcha, por lo aberrante e inhumano de sus planteamientos, optan por despojar a los pueblos a los que atacan de cualquier defensa legal, jurídica o de policía.
Muy en especial tratándose de un pueblo como el español cuyo único destino histórico es el de propagar la fe católica en el mundo entero para lograr esa Paz Universal tan deseada por todos pero que tiene dos enfoques muy distintos: se alcanzará bajo la Verdad universal del cristianismo o bajo el imperio de las sombras del satanismo. Los pueblos, confundidos por el avance de las ideologías y tribus del segundo, han olvidado la distinción de ambos caminos y anhelan esa paz con el falsete de su conducción a la Gran Mentira Universal; y se la ofrecen instaurada ya, sin que medie proceso alguno de mostrar su pretendida supremacía o de la conquista natural de sus fines.

El caso español es muy especial y requiere de un trato especial por parte de nuestros enemigos. La catolicidad del Estado es consustancial a la idea misma de la Patria Hispana, siendo ambos términos el uno definitorio del otro e inseparables en su esencia. Entendemos el Estado como la institución cuya finalidad única es el ordenamiento de todos los medios humanos, espirituales y materiales de la Patria a la consecución de su Destino Histórico; nunca como instrumento de procura del bienestar material del pueblo. Con la grandeza de España queda cubierto el objetivo de que nuestro pueblo tenga acceso a los medios que le son necesarios para su normal desarrollo y para el cumplimiento de sus funciones trascendentes; la abnegada entrega de individualidades, que ponen en riesgo sus propias vidas y fortunas, a tan trascendental Empresa, procura la grandeza y la riqueza a quienes se han mostrado merecedores de detentarla, únicos que deben tener acceso a los rangos sociales superiores porque su sacrificio y su valor es la única garantía de que no abandonarán la procura de sus fines.
Por eso, sólo por eso, los medios y los instrumentos de devastación de la cultura tradicional, en el caso de España, han de ser más severos que los aplicados al resto de los países de Occidente: la educación laica debe de imponerse como imperativo indispensable y con caracteres más lúgubres que en el resto del mundo –hemos de producir monstruos sin cultura desconocedores de sus raíces, desarraigados de su historia y de su pasado-; la persecución a la Iglesia debe de ser demoledora; las órdenes y los clérigos deben de desaparecer; sus bienes y los bienes comunales han de ser asaltados y la persecución es a muerte y se acompaña con la consigna de proceder a la destrucción integral de segmentos completos de la sociedad. He aquí el secreto del uso de tan extremos procedimientos en el caso de España.
Nosotros deseamos un Estado que tome base firme en la doctrina de la Iglesia católica; y una Iglesia resuelta a asistir los derechos del Estado y marcar la línea de su moralidad. Y confesamos la voluntad de que Estado e Iglesia caminen juntos por la vía de la consecución de nuestro Destino Histórico Universal. Abominamos de cuantos cantamañanas inundan nuestros oídos con la salmodia vieja y gastada de abandonar a su suerte a la Santa Iglesia Católica. Pero, ¡ay de aquel que utilice el púlpito y la cátedra de Pedro para propalar la ignominia de las mentiras y de la confusión!

Javier de Echegaray
jechegaray@siapi.es
4 de Octubre de 2.004

0 comentarios