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LA VUELTA DEL CALCETÍN (Rafael Ibáñez)

LA VUELTA DEL CALCETÍN (Rafael Ibáñez) Uno de los muchos lugares comunes que jalonan la historiografía de corte oficialista sobre la Segunda República identifica la legislatura de mayoría conservadora – de 1933 a 1935, para el Bienio Negro- con una etapa puramente reaccionaria, durante la que los gobiernos actuantes agotaron sus energías en desmontar la obra política y social del primer período republicano. No es ciertamente mi propósito salir aquí en defensa de la política radical-cedista, entre otras cosas porque comparto el sentir de quien calificó aquellos años como Bienio Estúpido, pero no me resisto a subrayar la crítica que desde sectores progresistas se lanza contra aquellos gobernantes, a quienes se acusa sin medida de intentar borrar la legislación republicana que había desmontado de sus pedestales a determinadas oligarquías: grandes propietarios, Ejército, Iglesia… Pese a ser una acusación claramente injusta, conviene recordarla al calor de lo que ahora está sucediendo, cuando las primeras medidas del nuevo Gobierno socialista que padecemos por mor de un lamentable atentado y su posterior manipulación han ido destinadas a desmontar rápida e improvisadamente algunos hitos del Gobierno del PP.
Si la participación de tropas españolas en la ocupación de Iraq fue una arriesgada estupidez, su precipitada retirada al calor del resultado electoral – cuyo tono plebiscitario se basó en la instrumentalización por la clase política de los sanos sentimientos del pueblo- es una irresponsabilidad basada en la cobardía de los dirigentes que nos hemos dado, amén de una deshonra. Y, para colmo, subrayan su desfachatez con el incremento de las fuerzas expedicionarias en Afganistán, como aquellas tierras no fueran sino otro escenario de la misma guerra.
Entre amenazas e intimidaciones, el nuevo Gobierno ha logrado dar marcha atrás en la aplicación y desarrollo de la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza, el primer gran esfuerzo serio para reponer a la Educación como pilar fundamental de una sociedad responsable en la que los ciudadanos contaran con la formación y los elementos de juicio pertinentes para ejercer con fundamento sus libertades. Sin duda alguna, tendría sus defectos, pero ni han sido estos los argumentos esgrimidos ni los tiempos y modos empleados parecen ajustados al propósito de su enmienda, limitándose a una acción gubernamental que – si no ilegal, según altas instancias de la Magistratura- desorienta al ciudadano medio sobre la interpretación que debe darse al principio de jerarquía legislativa.
La paralización del Plan Hidrológico Nacional viene a demostrar la absoluta desorientación técnica de nuestros gobernantes, atentos sólo a las voces de quienes más se desgañitan antes que a las razones de las partes. Entre quienes nos hemos cuestionado la conveniencia de construir el trasvase desde la cuenca del Ebro hacia el sur del Levante nos encontramos algunos que hemos recibido con pavor la contrapolítica de las desaladoras. ¿Se alzarán determinados ecologistas contra esa cadena cuyos eslabones asfixiarán las costas españolas del Mediterráneo, obteniendo agua de calidad dudosa a costa de incrementar la concentración salina con unas plantas cuya obsolescencia es demasiado rápida para resultar realmente rentables?
Tenemos la sensación de que el Gobierno no ha medido debidamente las consecuencias de estas y otras medidas, empeñado como está en deshacer lo diseñando por sus predecesores. Rechaza así un principio básico en el buen gobierno según el cual el nuevo príncipe no debe agostar sus energías en destruir sino en corregir y mejorar aquello que encuentra al asumir sus responsabilidades. Este principio reformista se enfrenta a dos concurrentes. Si el Gobierno se esforzase en beneficio de la construcción de una nueva sociedad, nuestra oposición – de existir- vendría dada por el modelo que se desease implantar, nunca por la aplicación del principio revolucionario. Mas Zapatero y sus muchachos y muchachas ajustan su actuación al patrón del principio reaccionario, entregándose a la tarea de retornar a esa sociedad zafia y cobarde diseñada tiempo atrás por sus adláteres entre cafelito y cafelito.
Entre los muchos reproches de los que se hizo merecedor el equipo de Aznar se encuentra el de no haber actuado de una manera firme para desmontar determinados elementos de la legislación socialista que les precedió. Se escudó entonces Aznar para no derogar la legislación sobre el aborto – por ejemplo- en la responsabilidad del gobernante para no mantener vivos determinados debates sumamente enojosos durante mucho tiempo. Sus seguidores – y otros muchos que no lo somos- asumieron de mejor o peor gana cuanto de sabio había en esta actitud, pese al creciente número de víctimas inocentes que ello provocaría.
¿Cabía esperar esta responsable actitud en Zapatero? Todo apuntaba a que no iba a ser así. La iniciativa del nuevo inquilino de La Moncloa se ha limitado hasta el momento a tomar los calcetines que Aznar ha dejado sobre la alfombra del dormitorio y darles la vuelta. Pero si estaban sucios, por muchas vueltas que les den, seguirán oliendo mal.
Rafael Ibáñez es historiador

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