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HAN MATADO A NUESTRO HIJO (Rafael Ibáñez Hernández)

HAN MATADO A NUESTRO HIJO (Rafael Ibáñez Hernández) HAN MATADO A NUESTRO HIJO

La verdad es que este artículo debía versar sobre cualquier otro tema. Dada la supuesta ligereza informativa veraniega, podría ocuparme del tamaño de los pantalones shorts de la futura reina de España o de la ligereza con que algunos medios se han ocupado de los amoríos, enfermedad y muerte de las reinonas de la casquería periodística. La penosa actuación de nuestros atletas vespertinos —esos que tuvieron la mala suerte de que sus pruebas estuviesen programadas por la mañana— en Atenas también podría dar cierto juego, aunque el medallero final haya sido al menos algo digno. También podría ocuparme de ese bombón relleno que nuestro editor tuvo a bien enviarme hace unas semanas desde este mismo lugar, totalmente inmerecido y en todo caso lastrado con una auténtica carga de profundidad en forma de retos.
Pero no tengo el ánimo para juegos florales. La noticia del desenlace del secuestro en Beslán ha sido demasiado dolorosa como para callarme. Cuando escribo esto, todavía faltarán horas para que se estabilicen las cifras de muertos, pasará mucho tiempo hasta que se aclaren las circunstancias exactas en que se produjeron los hechos y —casi seguro— será difícil que se depuren responsabilidades. Sin embargo, los datos que en este momento se manejan son suficientes para considerar el suceso como algo terrible que jamás debía haber ocurrido.
No es un lugar común: en Beslán han matado a nuestro hijo.
Tengo especial interés en que en esta ocasión no se me malinterprete. Independientemente de cómo se produjeron los hechos a partir de las once horas del día 3 de septiembre, esta masacre no se habría producido si nadie hubiese escudado su cobardía tras el pecho de centenares de niños, indefensos ante la estulticia de unos adultos incapaces de resolver sus problemas. Carezco de elementos de juicio suficientes para considerar las demandas de los secuestradores, aunque me inclino a pensar que la creación de nuevos Estados en el Caucaso libre de la égida de Rusia sería un gran desastre geoestratégico y humano. Es más: pensar que una Chechenia independiente podría estar en manos de semejantes bárbaros me produce auténticos escalofríos. La muerte de esos niños no son efectos colaterales ni producto de una mala planificación. Es el resultado que sus secuestradores buscaban y —aunque a ellos les haya costado su asquerosa vida— han obtenido un cierto triunfo, el máximo que podían obtener.
Tras esta tragedia, sin embargo, laten otros dramas. A la vista de las imágenes de esos cuerpos infantiles, sumamente delgados, me pregunto cuál es la verdadera situación social de los osetios y —en general— del resto de los habitantes de la Federación rusa. No parece que lleven, precisamente una vida opulenta, sino más bien todo lo contrario. Cierto es que mujaidines, talibanes y demás excrescencias islamistas no se la pondrán más fácil, pero ¿a cuántos embaucarán con tesoros propios de las mil y una noches mientras sus estómagos devoran el vacío? Los filibusteros lo tienen así sumamente fácil, pero la injusticia no les redime de sus terribles faltas.
¡Que la sangre de estos inocentes caiga sobre ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos! ¡Que llueva sal sobre sus campos y el lodo encenague sus ríos! Mientras, nosotros apechugaremos con el dolor de su muerte y la vergüenza de no haberlo sabido impedir. Sólo el Señor nos puede dar la fuerza y la sabiduría necesarias para superarlo.

Rafael Ibáñez Hernández es historiador.

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